La primera gran ruta turística del sur de España nació a lo largo del siglo XIX en los libros de los viajeros románticos. Obsesionados por el orientalismo, por las leyendas de amores contrariados, por la presencia de bandoleros buenos y gobernantes malos, aquellos viajeros extranjeros (ingleses y franceses sobre todo) marcaron sobre el rugoso mapa de Andalucía un apasionado itinerario entre Cádiz y Málaga al que estaban llamados todos aquellos que presumieran de poseer un espíritu aventurero.
La ruta daba la espalda al océano y a la mar, y se adentraba tierras adentro por la aspereza de las sierras y los barrancos, por mitad de un luminoso paisaje vertical que los pintores y grabadores de la época llevaron a sus cuadernos y sus libros de dibujo. La Ruta de los pueblos blancos comienza en Arcos de la Frontera y termina en Ronda. O al revés. La emoción, de una u otra forma, es la misma.
Arcos de la Frontera
La ciudad más blanca de Cádiz es Arcos de la Frontera y ha ejercido a lo largo de la historia como prototipo perfecto de la gran ruta. Su barrio viejo es una maraña de calles estrechas, de plazas mínimas y casas encaladas. En la plaza del Cabildo se levantan los edificios principales de la ciudad.
A ella asoman el castillo que en otro tiempo fue árabe y la iglesia de Santa María, el templo principal, que comenzó siendo gótica y abrazó con el tiempo otros estilos hasta convertirse en uno de los monumentos artísticos más importantes de la provincia de Cádiz. El balcón de la plaza es un mirador deslumbrante, una de las azoteas principales de Andalucía. En Arcos, antes de emprender la ruta, hay que visitar la iglesia de San Pedro o el convento de la Caridad, cuya elegancia barroca evoca la arquitectura colonial de Perú, Bolivia o Colombia.
Grazalema
Grazalema es el corazón de la ruta, un singular trozo de la geografía sureña que en otros muchos méritos ostenta el honor de ser el lugar donde más llueve de España. Por sus sierras la naturaleza ha legado rarezas botánicas como el pinsapo, un abeto prehistórico único en la península del que tan solo quedan algunas manchas en esta área protegida de la provincia de Cádiz y en la vecina Sierra de la Nieves, al sur de Ronda.
Pero no es solo la belleza de su exaltada naturaleza lo que llamó la atención de aquellos caminantes del XIX. La ruta se adentra por algunos de los pueblecitos más bellos del sur, donde la arquitectura tradicional conserva la escala del hombre, la medida del tiempo y el respeto escrupuloso por el entorno. Los pueblos blancos de la sierra de Grazalema son copos de nieve por mitad de un paisaje de explícito verdor. Los pueblos evocan en sus nombres su pasado andalusí y el continuo conflicto medieval por fijar endebles fronteras. Olvera, Setenil, Benaocaz o Benamahoma son algunos de ellos.
Zahara de la Sierra
También lo es Zahara de la Sierra, cuyo caserío descansa a las faldas de un alto risco coronado por un torreón de época nazarí. Su semblante blanco y vertical se refleja en las aguas color turquesa del pantano que lleva su nombre y el de la vecina localidad de El Gastor. Sus casas, sus empinadas e imposibles cuestas, sus casas encaladas por primavera son una herencia directa de su pasado árabe. Las puertas son mínimas y las ventanas están enrejadas hasta el suelo.
Al lado de estas casas populares hay otras que evidencian un mayor boato, casonas de rancio abolengo situadas la mayoría en la calle Ancha, espigada y serpenteante, abierta a miradores desde donde advertir la presencia constante del pantano y que acaba a los pies de la iglesia parroquial consagrada a Santa María de la Mesa.
Ronda
Villaluenga del Rosario y Benaocaz anuncian la proximidad de la ciudad de Ronda. Atrás quedan las rugosas y ásperas sierras. El paisaje comienza a suavizarse. De pronto aparece Ronda, sesgada por un violento navajazo. El Guadalevín, al que los árabes le dieron el dulce nombre de "río de la leche", amputa en dos la ciudad.
Al principio, el río desciende con docilidad hasta que sus aguas hocican en los farallones de roca que se levantan como sombras a los lados del tajo. Al final, el agua se despedaza en mil partículas, dibujando una elegante cola de caballo que termina perdiéndose entre los cauces y las orillas. De esta forma, Ronda queda dividida en dos: La ciudad vieja y la ciudad nueva.
El Puente del Tajo, proyectado en su día por Juan Martín de Aldehuela, une las dos ciudades desde la segunda mitad del siglo XVIII. Noventa y tres metros lo separan del lecho del río. La ciudad aristócrata está apresada en la plaza de la Duquesa de Parcent. A un lado queda el ayuntamiento. Sus dos plantas están enmarcadas por deliciosas galerías con arcos de inspiración mudéjar. A su lado se alza la capilla barroca de Santa María Auxiliadora. Metros más allá, un convento habitado por hermanas clarisas. Y presidiéndolo todo la Colegiata de Santa María, uno de los edificios más sobresalientes del vasto patrimonio rondeño.